lunes, 18 de agosto de 2014

EL COMPROMISO


Hace unos días, tuve una cita. No era exactamente una cita a ciegas, pero el hombre en cuestión y yo casi no nos conocíamos (sólo de vista), así que se puede decir que era algo muy parecido. Quedamos en una terraza del centro para tomar unas cervezas. Y a mí me pasó algo diferente en esta cita. Algo que nunca me había pasado antes. Por primera vez, en toda mi vida, no me pasé la cita pensando en si le estaría gustando a ese hombre o no. En lo único en lo que pensé en ese par de horas fue en si él me estaba gustando a mí. 

Creo que en general todos, en una situación así, intentamos agradar. Pero cuando eres una persona con un largo historial de decepciones e inseguridades en el terreno sentimental, ese intentar agradar se convierte en una verdadera trampa de la cual es muy difícil escapar. Por lo tanto, el patrón se repite, una y otra vez, cita tras cita. Es una bola de nieve que no deja de crecer, un pequeño gran desastre. Por eso, para mí fue toda una alegría volver a casa y darme cuenta de que al fin había roto ese patrón. 

Lo curioso de dejar de pensar en cómo agradar y fijarte en lo que está pasando a tu alrededor, es que te abre muchísimo los ojos a la realidad. De esta forma, fui capaz de darme cuenta (a tiempo) de que ese hombre no me hizo ni una pregunta sobre mí durante todo el tiempo que pasamos juntos. No me preguntó a qué me dedico ni a qué me gustaría dedicarme, no me preguntó nada sobre mi familia, ni sobre mis pasiones, mis gustos, mis sueños, mis aspiraciones. Nada. Cero. Las pocas preguntas que me hizo tenían un propósito claro: dirigir la conversación hacia él y hacia lo que a él le interesaba. 

Por eso, cuando quedó claro que quería que nos viéramos otra vez, yo sabía con seguridad que no era precisamente por mi arrolladora personalidad. En los días que siguieron a esa cita, aproveché el molde roto de mi patrón sentimental para revisitar mis anteriores relaciones. Pensé en todos los hombres que, como éste, pasaron horas sentados al otro lado de la mesa de un restaurante, haciendo conversación mediocre, porque en lo único en lo que estaban pensando era en quitarme la ropa. Pensé en todos aquellos que nunca me preguntaron nada real sobre mí, que decidieron que no merecía la pena conocerme. Pensé en todos los que me han visto y me ven como una tía buena, una pin-up, una foto sensual, un objeto erótico, sin ir más allá. Pero sobre todo, pensé en mí, en mi parte de responsabilidad en mi historial sentimental. Y me di cuenta de que, aunque yo no soy responsable de lo que piensan, sienten o hacen los demás, sí soy responsable de lo que les permito que me hagan sentir a mí. Pensé en todas aquellas veces en las que, en lugar de comprometerme conmigo misma, con mis deseos y con mis valores, lo hice con la situación en la que estaba, ignorando mis propios límites y, por lo tanto, no haciéndolos respetar. 

Y entonces vi claramente cómo, delante de mis propios ojos, el molde de ese patrón de relaciones indeseables caía al suelo y se hacía mil añicos con un estruendo espectacular. 

Y es que a veces, ya sea en el terreno sentimental, ya sea en el laboral, en el familiar o en cualquier otro, sin darnos cuenta, creamos nuestra propia realidad de la peor forma posible. Vamos empujando nuestros límites, moviéndolos, abriéndolos, cada vez un poquito más, sin entender que, cada vez que lo hacemos, estamos siendo infieles a la relación más importante de nuestras vidas: la que tenemos con nosotros mismos. Puede que suene trillado y algo cliché, pero el hecho es que una vez que comprendemos esto de verdad, nuestra realidad da un giro de 180 grados. 

Mi compromiso conmigo misma ya no me permite alargar citas que me aburren, ni aceptar cosas que no me convencen, ni cerrar la boca cuando tengo algo que decir. Mi compromiso es el que hace que no aguante ni un comentario lascivo en la calle sin responder, que haya perdido el miedo a parecer borde, feminista, maleducada, burda. También es el que hace que me siga poniendo lo que me da la gana, que disfrute de mi cuerpo, que viva con orgullo mi belleza. Porque mi compromiso no tiene que ver con los hombres que han pasado por mi vida ni con los que pasarán; no tiene nada que ver con el que se siente con derecho a silbarme por la calle como si fuera un perro, ni con el que decide que si soy sexual no puedo ser también intelectual/emocional/pareja/madre/persona. Tampoco tiene que ver con los que se permiten decirme que debería esconder mi sexualidad para que los hombres me tomen en serio. No tiene que ver con ninguna de estas personas. 

Mi compromiso tiene que ver conmigo. De alguna manera, con tiempo y esfuerzo, he llegado a este punto de equilibrio y me he jurado completa fidelidad: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en mis aciertos y en mis errores, cuando me adore y cuando me odie, cuando esté gorda, cuando esté flaca, cuando me vea fea y cuando me vea guapa... me he entregado a mí misma y he prometido amarme y honrarme, pase lo que pase, durante todos los días de mi vida.