sábado, 24 de diciembre de 2011

EVOLUCIÓN


Dicen que todo cambio es bueno, aunque no sea bienvenido en un primer momento. La vida está en constante movimiento: dinámica, voluble, impredecible. Lo natural no es que las cosas se mantengan siempre igual; al contrario, lo natural es el cambio, la evolución.

Sin embargo, el ser humano es un animal de costumbres y, por ello, a veces nos cuesta mucho aceptar las nuevas situaciones de nuestras vidas. Nos aferramos a lo que conocemos, a lo que nos resulta familiar, independientemente de si nos hace realmente felices o no. Es una actitud peligrosa, porque el principio de la evolución dicta que hay que adaptarse o morir, cambiar con nuestro entorno o acabar desapareciendo sin remedio.

Sé por experiencia lo que se siente cuando algo bueno desaparece de tu vida. He sentido el inmenso dolor de perder lo adorado: personas, experiencias, situaciones... El alma se llena de una gran sensación de impotencia, como si la Vida nos hubiese mostrado un atisbo de la felicidad completa para luego quitárnosla sin piedad. Es un dolor físico en el pecho, como si el corazón, literalmente, se rompiera. Las lágrimas que lloras son, inexplicablemente, distintas a las que sueles llorar y nos parece que el consuelo nunca llegará.

Pero la realidad es que ese dolor, como todo lo demás en la vida, también pasa. Las lágrimas desaparecen, el pecho se calma, el consuelo llega. Pero la adaptación, el uso de todo ese dolor para evolucionar, está en nuestras propias manos. Sólo de nosotros depende pasar al siguiente nivel y reinventarnos una vez más para no caer en el olvido de nuestra propia existencia.

El problema está en que, como decía Facundo Cabral, solemos estar demasiado distraídos: distraídos de nuestra propia existencia, de lo bueno que nos ofrece la Vida, del milagro de nuestra respiración, del latido de nuestro corazón, de todo lo que crece, muere y renace a nuestro alrededor. Y en nuestras manos está trabajar nuestra consciencia para eliminar toda esa distracción.

Hace pocas semanas, mi hermana se fue de casa. Se mudó para comenzar una nueva etapa, natural, necesaria, lógica... A la emoción, las ganas y la alegría acompañaron momentos de duda, de nervios, de ansiedad ante el cambio. ¿Pero qué sería de nosotros si no abrazáramos las nuevas etapas de nuestra existencia? ¿De qué nos serviría quedarnos estancados en lo que fue, sin permitir la entrada a lo que será? Lo cierto es que no seríamos humanos si no sintiéramos nostalgia: de conversaciones, de la compañía del otro, de momentos compartidos... no seríamos humanos si no hiciéramos duelo por el fin de cada uno de nuestros ciclos.


Pero debemos saber que con el fin de cada ciclo llega el comienzo de un nuevo camino, lleno de sus propias bifurcaciones, baches, penas y alegrías. Si mantenemos la mirada en ese camino, mantendremos la puerta abierta a nuestra propia vida.


En estos días, somos testigos del final de otro año, otra etapa que se cierra para dar paso a algo nuevo. Es muy común mantener conversaciones sobre los deseos que tenemos para el 2012, deseos de mejora, de que se cumplan nuestros objetivos, de llegar a nuestras metas en la vida... Pero se me ocurre pensar que, a veces, usamos demasiado la palabra FUTURO e ignoramos más de la cuenta la palabra PRESENTE. Es posible que, en lugar de hacer tantos planes (ésos que, como decía Borges, tienen una manera de caerse en la mitad), sea bueno centrarse más en ese camino, el que estamos haciendo, con todos sus cambios y sus distintos ciclos. Es posible que lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos sea dejar de mirar tan lejos y abrir nuestros brazos a lo que es... porque la única verdad es que eso - y sólo eso - es lo único que hay.

Kavafis escribió:
Si vas a emprender el viaje a Ítaca,
pide que tu camino sea largo
(...)
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
(...)
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Ítacas.


Ojalá que nuestro viaje en esta nueva etapa - en todas nuestras etapas - esté lleno de saber y de vida.

Feliz 2012 a todos.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

MIEDO, TENGO MIEDO


Acabo de cumplir 32 años. Mis cumpleaños siempre son todo un acontecimiento para mí, soy una de esas pocas personas que se siguen emocionando con este día especial, tanto o más que cuando era pequeña. Por otro lado, unos días antes de la fecha señalada, también suelo experimentar algo de - aparentemente inexplicable - melancolía. El hecho es que (y os puedo asegurar que no me siento orgullosa de esto) tiendo a sentirme muy sola.

Pensándolo con objetividad, es una gran verdad que estamos solos. Todos lo estamos, en el sentido de que la única persona con la que podemos contar cien por cien, la única por la que podemos poner la mano en el fuego sin un atisbo de duda, somos nosotros mismos. Por lo demás, los cambios de vida, las preocupaciones, ilusiones y sueños de cada uno y la cualidad finita de nuestras vidas, hacen que nadie pueda estar con nosotros para siempre. Es una idea que puede causar tristeza o incluso miedo, pero es la realidad.

La realidad: tan cruda, tan difícil, tan impredecible. Qué difícil es a veces aceptarla, da igual cuán nítida se presente frente a nuestros ojos. Cuando tenemos que aceptar una enfermedad, una pérdida, la verdad de nuestra propia soledad, daríamos lo que fuera por escapar de todo ello. Y, sin embargo, sea como sea, la realidad es lo único que tenemos.


Este año, he vivido mi cumpleaños de una manera algo distinta. Los acontecimientos más recientes de mi vida me han hecho pensar y reconsiderar muchas cosas. Por eso, cuando esa conocida melancolía pre-cumpleañera llamó a mi puerta, decidí no darle la bienvenida con tanto entusiasmo como lo había hecho otros años. Mi frío recibimiento la sobresaltó, pero decidió entrar de todas maneras y quedarse durante unos días... como uno de esos temibles invitados que nunca se quieren marchar.

Así pues, con mi invitada llenándome la cabeza de charla innecesariamente negativa, llegó el día de mi cumpleaños. Aun así, como era mi día especial, decidí vivirlo al máximo y ser completamente feliz, pasara lo que pasara. Así que comencé el día con una sonrisa, con la determinación de mantenerla en mi rostro el día entero. El caso es que, como ya he comprobado muchas otras veces, cuando decides ser feliz, lo eres. Tan simple como eso. Así que, finalmente, el día de mi cumpleaños fue maravilloso sin que yo tuviera que hacer esfuerzo alguno.

Lo que a menudo se nos olvida es que hay otra realidad, más allá de la cruda, de la difícil, de la impredecible... sólo hay que querer verla. Comprendí esto por primera vez hace algunos años, en un viaje a Vietnam. Un viaje hecho por una razón muy específica, pero que acabó siendo un verdadero regalo, porque me dio una perspectiva totalmente diferente sobre mi vida. Este año, en mi cumpleaños, recordé de nuevo esta otra perspectiva y comprendí una vez más que no hay días especiales para ser feliz. Todos los días merecen ser vividos como un cumpleaños o como un viaje al corazón de una exótica tierra desconocida.

Claro que es muy difícil ver lo bueno que hay a nuestro alrededor en todo momento. Una de las razones por las que esto es así es el miedo. No conozco ningún otro sentimiento que paralice más o que haga más daño. Sin embargo, todos tenemos miedos: miedo a morir, miedo a la soledad, miedo al rechazo... Todos ellos se traducen en una sola cosa: miedo a vivir.

Roosevelt dijo: lo único que debemos temer es el temor mismo - hay pocas cosas tan ciertas como ésta. Solamente cuando nos desprendemos de nuestros miedos conseguimos vivir nuestra vida plenamente, desde el fondo del alma. Y cuando conseguimos esa consciencia entendemos que, como bien decía Roosevelt, no hay absolutamente nada que temer.

Sí, moriremos algún día, pero ahora estamos vivos. Sí, en nuestra vida hay soledad, pero también hay amistad, cariño y Amor. La gente que nos quiere nos lo demuestra día a día, de mil maneras distintas.

Es verdad que nuestro mundo está lleno de peligros para cuerpo y para alma, pero también está lleno de alegrías tan dulces y tan poderosas que nos pueden hacer olvidar cualquier tipo de sufrimiento. Sólo tenemos que dejarlas entrar.

lunes, 14 de noviembre de 2011

EL GRAN TESORO


Me acaban de diagnosticar hipertiroidismo, una enfermedad bastante común y no necesariamente grave, aunque con síntomas que impiden en gran medida hacer una vida normal a una persona tan activa como yo. A las semanas de agotamiento, malestar, médicos y pruebas se ha unido ahora una impaciencia por comenzar con el tratamiento y resolver el tema, así como cierto miedo nacido de investigar demasiado en internet (cosa que he dejado de hacer para conservar mi salud mental).

Sin embargo, como yo misma predije, el saber la razón de mi malestar me ha dado también una tranquilidad que no había tenido en mucho tiempo. El conocimiento es poder, y saber a qué nos enfrentamos siempre es más útil que la ignorancia a la hora de resolver el problema.

Estas últimas semanas me han hecho pensar muchísimo en la salud. Puesto que siempre he tenido un contacto muy regular con la enfermedad (a través de mi trabajo y demás actividades) siempre he apreciado mucho mi propia salud y la de los míos... y verdaderamente, siempre he sido una persona increiblemente sana, sin más achaques que aquellos producidos por el estrés y el trabajo diario, cosas sin importancia que desaparecieron en cuanto equilibré un poco mi estado emocional.

Lo que he entendido en estas últimas semanas es que, por muy agradecidos que nos sintamos por lo que tenemos, por mucho que lo apreciemos, nunca llegamos a sentir de verdad, hasta el fondo de nuestras entrañas, lo importante y maravilloso que es hasta que lo perdemos. Hace unos meses, estaba cansada y agobiada con mi exceso de actividad y deseaba pasar más tiempo sentada en mi sofá. Ahora, no hay nada que desee más que volver a estar totalmente sana, enganchar actividades de la mañana a la noche, caer rendida en la cama de madrugada y levantarme al día siguiente con la batería totalmente recargada, para comenzar de nuevo. Nuestros abuelos y nuestros padres no se cansan de decirlo y, como siempre, tienen toda la razón: la salud es el mayor de todos los tesoros, un milagro que hay que cuidar y agradecer todos los días de nuestras vidas.

Cuando el cuerpo nos falla, nos toca buscar soluciones y ponernos en manos de personas que nos puedan ayudar. Nuestra responsabilidad es buscar el mejor tratamiento y seguir las pautas para recuperarnos lo antes posible. Al mismo tiempo, es esencial recordar que hay una clara (y más que comprobada) relación entre cuerpo y mente. Yo estoy comprobando esta relación día a día, viendo cómo mis síntomas se ven exacerbados cuando dejo que la preocupación y el miedo se apoderen de mi mente y cómo remiten hasta casi desaparecer cuando consigo calmarme.

Todo esto no es nada nuevo. En la medicina tradicional china, se dice que la base de toda enfermedad es emocional. Nosotros mismos lo comprobamos en nuestra vida diaria, en cuanto el estrés, la preocupación o la tristeza se traducen en agotamiento, en una gripe causada por una bajada de nuestras defensas, en una contractura, una úlcera o una migraña. Y todos hemos sido testigos - directos o indirectos - de cómo personas con enfermedades gravísimas han salido adelante poniendo en funcionamiento el pensamiento positivo.

Sigo maravillándome, día tras día, con el increíble poder de la mente humana y con cómo las energías en nuestro interior y en nuestro entorno responden a la nuestra... al fin y al cabo, somos parte de un gran Todo, de una sola cosa manifestada de mil maneras distintas.

Por eso sé que, en relación a mi enfermedad, las historias de miedo que he leído en internet mienten. También sé que esa gran bola de nieve que a veces imagino - rodando rápida y descontrolada - sobre la que no tengo ningún poder, no es real. La realidad está dentro de mí y, con el tratamiento adecuado y un poco de ayuda, voy a hacer que ese gran tesoro brille como no lo ha hecho hasta ahora.

jueves, 27 de octubre de 2011

EL TIEMPO DE LA FELICIDAD


Por fin ha llegado el otoño. Es época de cambio, de renovación, de desechar las hojas secas y esperar el nacimiento de las nuevas. Es el momento para dejar atrás lo que ya no nos sirve, lo que está muerto, lo que ya no nos pertenece. Es el momento de preparar el terreno para la llegada de cosas nuevas y mejores a nuestras vidas. El otoño es mi estación favorita del año por todo lo que significa.

Sin embargo, esta estación también trae frío, lluvia y algo más de oscuridad y, a veces, es difícil adaptarse a ella. Los ánimos en estos meses del año suelen andar bajos y, puesto que cualquier cambio siempre lleva consigo un cierto grado de miedo y de duda, el ambiente despreocupado del verano desaparece de un plumazo, dando paso a la inseguridad y a la melancolía que van de la mano de esta época de transición.

Pensamos, planeamos, cambiamos de idea cientos de veces y buscamos incesantemente las respuestas, los cambios y novedades que esperamos nos acerquen un poquito más a ese oasis efímero llamado felicidad. Hay quien dice que la felicidad no existe... Yo solía estar de acuerdo, pero últimamente he ido comprendiendo que el hecho no es que no exista, sino que no la buscamos en los sitios correctos.

Para empezar, solemos hablar de la felicidad en tiempo futuro, como si fuese algo a lo que aspiramos para más adelante, incluso para el final de nuestras vidas. Y solemos vivir luchando y buscando la manera de llegar a esa meta algún día, trabajando, peleando por las cosas que nos hemos empeñado en tener, aun cuando ha quedado claro que no son para nosotros, forzando la maquinaria de nuestra vida como si tuviéramos en la mano la verdad de nuestro destino y, en muchas ocasiones, pasándolo francamente mal por el camino.

Mi amiga April me contó hace poco que solía poner pequeñas notitas por la casa con las siguientes palabras: ESTAR AQUÍ, AHORA. Lo hacía para recordarse a sí misma que no debía dejarse atrapar por la nostalgia del pasado ni por la preocupación del futuro. Todos oímos, leemos y hablamos sobre la importancia de estar en el presente, pero es tan difícil hacerlo... ¿Cómo es posible no preocuparse por el futuro, vivir en el presente pero, al mismo tiempo, no perder de vista nuestros sueños? ¿Cómo es posible mantener los recuerdos de nuestro pasado como una parte de lo que somos, y al mismo tiempo no regodearnos en la nostalgia o en la pena por lo que hemos perdido? Facundo Cabral dijo: ... crees que perdiste algo, lo que es imposible, porque todo te fue dado (...) Además, la vida no te quita cosas: te libera de cosas. Es una reflexión maravillosa, pero cuando algo que deseamos con tanta fuerza se aleja de nosotros, qué difícil es recordarla.

Últimamente, he pensado mucho en el concepto de libertad. En las últimas semanas he intentado eliminar algo de estructura de mi vida, quería quitarle algo de orden y alivianar un poquito mi tiempo y mi espacio. Con ello, buscaba más libertad. Y es que, aunque la mayoría de nosotros nos consideramos seres libres, hay demasiadas cosas en nuestro día a día que nos van quitando pequeñas parcelas de libertad y que nos van atrapando sin que nos demos cuenta: nuestros hobbies, los favores que hacemos, las cosas que comienzan haciéndose por gusto y que acaban siendo un lastre... y efectivamente, nuestras obsesiones del pasado y nuestras proyecciones de futuro... ¿Por qué nos cuesta tanto deshacernos de todo ello? ¿Por qué no entendemos que no seremos realmente libres hasta que consigamos hacerlo?


La completa libertad, en el más estricto sentido de la palabra, nunca será nuestra, porque siempre va a haber reglas que cumplir, trabajo que hacer y cosas que resolver, aunque no queramos. Además, siempre es importante seguir nuestros sueños y tener objetivos para nuestras vidas. Sin embargo, también merece la pena (y mucho) intentar recuperar nuestras pequeñas parcelas de libertad. Y, sobre todo, merece la pena luchar contra nuestra tendencia a perdernos en el remolino de nuestros propios pensamientos.

Creo que, si pensamos en ello, comprenderemos que la verdadera libertad no está en dejar de cumplir todos los horarios o en eliminar todas las obligaciones, sino en sentir que no estamos anclados en las aguas estancadas del pasado ni atrapados en el huracán de incertidumbres de nuestro futuro.

La libertad es sentir que el tiempo de la felicidad es éste y ningún otro.

miércoles, 5 de octubre de 2011

ENSAYO Y ERROR


Cierto día, hace ya bastantes años, me encontraba en una parada de autobús, esperando para volver a casa. Era una de esas paradas colocadas en estaciones de servicio en la carretera, por lo que había mucho espacio a mi alrededor. Yo estaba sentada en el bordillo de la acera, observando a la gente que esperaba conmigo. A mi izquierda, una joven madre leía una revista mientras su hija, un bebé que no podía tener más de dos años, jugaba a su lado. En la acera había un pequeño escalón y aquella niña se había autoimpuesto el reto de subir ese escalón, fuese como fuese. Me quedé absorta observándola mientras ella levantaba su piececito una y otra vez para sobrepasar ese obstáculo, tan grande y complicado para su joven mundo. Creo que lo intentó unas diez veces antes de conseguirlo. Su madre no la ayudó en ningún momento, dejando que ella misma encontrase la manera de triunfar. Y ella no se rindió hasta que lo consiguió: su radiante sonrisa cuando lo hizo lo decía todo. La anécdota ocurrió hace unos trece o catorce años, pero aún la recuerdo: así de admirable y aleccionadora me pareció la actitud de esa pequeña.

Desde que salimos del protector y amoroso vientre materno, desde que nos lanzan a este mundo frío, incómodo y en ocasiones tan cruel, cada paso que damos es un auténtico desafío. Y aunque nuestros mayores nos enseñen todo lo que pueden, la vida nunca deja de ser un camino de ensayo y error en el que, como ese niña de la parada de autobús, nos equivocamos y nos caemos cientos de veces hasta encontrar la manera de hacer las cosas bien.


Es interesante que los niños, en general, tengan una voluntad de hierro para caerse y levantarse un millón de veces hasta conseguir lo que quieren, mientras que a los adultos nos cuesta bastante más aceptar nuestros fracasos y seguir adelante. Nos da vergüenza equivocarnos y, sobre todo, nos da miedo volver a caer. Porque duele.

Cuando nos caíamos de pequeños, nuestra madre besaba la herida y nos ponía una tirita. Ese pequeño gesto de Amor hacía que todo volviera a tener sentido. Las caídas emocionales de un adulto son algo más difíciles de sobrellevar. Para colmo, las consecuencias de una caída adulta pueden ser graves: ¿qué pasa si la equivocación trae secuelas para el resto de nuestras vidas? ¿Qué pasa si ese error, ese único error cometido en un momento concreto, cambia el curso de nuestro destino para siempre?
Una posibilidad totalmente aterradora.

Hace unos años, pasé una tarde/noche con una antigua compañera de trabajo en los Veranos de la Villa en Madrid. Vimos una obra de teatro al aire libre y luego paseamos por los puestos de artesanía y tarot que había alrededor. Una señora de mediana edad me hizo una lectura de tarot y aún recuerdo lo que me dijo: Dentro de unos meses, aparecerá una potencial pareja en tu vida, pero es esencial que estés atenta para poder reconocerla. Si te centras en los errores del pasado y no ves a esta persona cuando llegue, pasarás muchísimos años sola.

En fin. Independientemente de si esta señora era una farsante o no (no tengo ni idea), me dijo algo muy cierto. Y es que si nos empeñamos en centrarnos en los errores del pasado, resulta muy difícil ver el presente. Por cierto, esa potencial pareja de la que hablaba nunca apareció... o quizás es que no supe verla. Supongo que nunca lo sabré con seguridad.

Creo que sí es posible cometer un error tan grande que haga que nuestro destino cambie para siempre. Quien diga que no es así está mintiendo. Yo no he cometido muchos errores graves en mi vida (al menos de momento), pero los que he cometido han cambiado el curso de mi existencia. Me he lamentado durante años por esos errores y aún hoy hay días en los que sigo castigándome (implacablemente) por ellos. Pero lo que está claro es que, si no los hubiese cometido, todas las cosas que he vivido no habrían existido: las cosas malas no estarían, pero tampoco estarían las buenas.

Thomas Edison inventó la bombilla tras haber realizado más de mil intentos fallidos para conseguirlo. Uno de sus discípulos le preguntó: Sr. Edison, ¿por qué persiste usted en sus experimentos, si tras más de mil intentos no ha conseguido más que fracasos?. A lo que Edison respondió: No he conseguido ni un solo fracaso. Lo que he conseguido es conocer mil formas distintas de cómo no debo hacer las cosas.


Nuestros destinos pueden cambiar cada día, con cada acción, con cada encuentro. En lo que dura un solo latido de nuestro corazón, nuestra vida puede volverse del revés. Nuestros fracasos, al igual que nuestros triunfos, dan forma a nuestro porvenir. Afortunadamente, tenemos la capacidad de aprender de nuestros errores y de redireccionar nuestra vidas. Lo importante, al fin y al cabo, es saber jugar con las cartas que tenemos en la mano, aprender a concentrarnos en ellas en lugar de lamentarnos por las que hemos perdido en otro momento de la partida.

También es bueno recordar que el resultado de esta nueva jugada puede terminar siendo más favorable y más placentero que lo que habría ocurrido si no hubiésemos fallado nunca. Y tampoco está de más tener en cuenta que no jugamos la partida solos... pero cultivar el maravilloso arte de dejarse ayudar es un tema lo suficientemente importante como para hablar de él en otra ocasión y dedicarle el tiempo y las palabras que merece.

La verdad es que es muy posible que el proceso no sea tan sencillo ni tan rápido como una tirita y el beso de una madre, pero qué importante es saber que levantarse sí es posible... e intentarlo de nuevo, realmente imprescindible.

jueves, 22 de septiembre de 2011

EL ARTE DE PASAR DE TODO

No soy una persona despreocupada. Pertenezco a una familia en la que, generación tras generación, casi todos se han preocupado por casi todo y ése es un legado realmente difícil de desechar. Con el paso de los años, he ido puliendo mi personalidad para ir equilibrando mi lado más responsable con mi lado más despreocupado, ése que me lleva a hacer alguna que otra locura impulsiva y a reírme de todo. Llevo años intentando ser un poquito de las dos cosas, sin dejarme llevar por ninguno de los dos extremos. Como cabría esperar, este tipo de equilibrio es difícil y a día de hoy sigo viviendo en una montaña rusa de emociones contradictorias, alternando fases extremadamente relajadas con etapas de auténtico agobio.

Lo que sí he conseguido aprender en estos últimos años es que la clave de todo está en relativizar. Si tienes ganas de aprender de tu día a día y te animas a reflexionar un poco sobre las cosas que vives, te vas dando cuenta de hasta qué punto influye tu manera de pensar en tu experiencia vital: es decir, no es tanto lo que te pasa, sino lo que tú piensas de lo que te pasa. Y es realmente increíble la manera en la que cambia nuestra realidad cuando conseguimos cambiar nuestra percepción de la misma.

Hace un par de semanas, participé en un espectáculo organizado con motivo del aniversario de mi antiguo colegio. Cuando me ofrecieron la posibilidad de participar, acepté con mucha ilusión. Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha del espectáculo, la sensación comenzó a cambiar. Viejos fantasmas casi olvidados salieron de los rincones de mi memoria como por arte de magia y, de repente, casi sin darme cuenta, me volví a sentir como aquella adolescente tímida y con complejo de patito feo, cuya época en el colegio y el instituto preferiría olvidar para siempre.


¿Por qué iba a querer volver a ese tiempo de inseguridades, de gafas de culo de vaso y corrector dental? ¿Por qué había aceptado volver a ver a gente con la que no tenía afinidad, con la que me había sentido desplazada y muy poco aceptada? Ahora que el patito feo se había convertido en cisne, ¿era inteligente volver a afearlo, volver a convertir a la actriz en la empollona, a la mujer hecha y derecha en la adolescente con acné?

Por suerte, pude comprobar que estos últimos años de trabajo personal realmente me han enseñado algo. De pronto, me vino a la cabeza aquello que decía Serrat: olvídese de lo que fue y de qué modo y cuélguese en la magia de pasar de todo... (*)
Y así, sin grandes problemas, fui perfectamente capaz de devolver esos negros fantasmas a donde pertenecen y comprender que el pasado queda en el pasado y que el presente es algo totalmente diferente.

Lo más interesante fue lo que pasó después: una noche, me puse a rebuscar entre mis antiguas fotos, buscando a ese patito feo del que no me había conseguido deshacer del todo en todos estos años. Mi objetivo era encontrar las peores fotos, ésas en las que salía realmente espantosa y observarlas desde mi nuevo punto de vista... sin embargo, no las encontré. Resulta que, una vez destruidos los fantasmas, ni el patito feo era tan feo, ni los demás eran tan guapos, ni nada importaba tanto. Y es que, a veces, pasar de todo es un verdadero arte que merece la pena trabajar.




Cuando terminé de cantar mi canción en el espectáculo del aniversario, di un pequeño discurso ante el público. Dije algo que siempre había sabido, pero que cobraba nuevo significado esa noche: que ese colegio internacional fue una parte importantísima de lo que soy, de cómo he vivido mi vida. Fue la base de todo, de mi educación bilingüe, de mi carrera artística, de mi tolerancia, del hecho de que me sienta a gusto en cualquier lugar y con todo tipo de personas y de que aproveche cualquier oportunidad para conocer nuevos mundos.
Soy lo que soy gracias a todos esos años de patito feo, muy bien aprovechados.


Con ese cortísimo discurso en aquella fresca noche de Septiembre, rodeada de mis antiguos profesores, de mi familia, de antiguos compañeros y nuevos alumnos del colegio, rodeada de los edificios en los que tanto estudié, de las canchas de baloncesto en las que jugué, del cesped en el que me tumbé a intercambiar tantas confidencias de quinceañera con mis amigas... con ese discurso en esa pequeña gran parcela de mi pasado, el último fantasma desapareció en una nube de humo para no volver jamás.



(*) Joan Manuel Serrat: "El Carrusel del Furo"
Fotos del colegio cedidas por International College Spain - www.icsmadrid.org

miércoles, 17 de agosto de 2011

DE ALMA Y ESPÍRITUS


Mi padre, la persona más fuerte y emprendedora que conozco, siempre ha sido mi ejemplo a seguir en la gran mayoría de las facetas de mi vida. Vivo permanentemente fascinada por sus logros, por sus sacrificios con causa y por su incansable afán de aprender. A sus setenta y tres años, no ha dejado ni un solo día de querer saber más, de comenzar a estudiar algo nuevo, de interesarse por todo lo bueno y útil de este mundo. No ha perdido ni un ápice de energía ni de valor; sigue siendo aquel joven militar condecorado por el Shah de Persia, que dejó toda una privilegiada vida en tierra propia para cruzar todas las fronteras (físicas, intelectuales, emocionales) con una mujer, dos hijas, un par de maletas y unos pocos dólares en el bolsillo.


Años después, instalado en España - habiendo dado la mejor educación a sus hijas y habiendo procurado una vida segura, cómoda y feliz para él mismo y para su familia - me sigue sorprendiendo cada día, cada vez que me llama para decirme cosas como: "Voy a sacarme el carné de instalador eléctrico" o "Voy a aprender italiano" o "¿Tienes algún libro sobre la Guerra Civil Española que pueda leer?"

Desde hace unos meses, está aprendiendo a tocar la guitarra. Tiene una guitarra española de buenísima calidad que compró para mi hermana cuando éramos pequeñas. Tanto mi hermana como yo comenzamos a recibir clases en algún momento de nuestras vidas, pero ambas lo acabamos dejando. Mi padre va a clase una vez a la semana y el noventa por ciento de las veces que le llamo, está en casa practicando. Su profesor es un veinteañero rockero con pintas de malote que, sin embargo, es más bueno que el pan (se nota en cuanto cruzas dos palabras con él) y que tiene a mi padre encantado con todo lo que le está enseñando. A mí me da la impresión de que ambos se alimentan de la energía del otro, orbitando en un inacabable bucle de talento, ganas y admiración mutua.

El fin de semana pasado, mi padre me invitó a ir a un concierto del grupo de música de su profesor. Yo no tenía especial interés en escuchar al grupo, pero el entusiasmo de mi padre por el talento de este chico es tal, que ni pude ni quise decir que no. Así que cogí un autobús y me desplacé hasta Torrelaguna, donde, en una terraza de verano, rodeados de un montón de quinceañeras totalmente hormonales, mis padres y yo asistimos al concierto.

No me arrepentí en absoluto de haber ido. Independientemente de lo que estuviera ocurriendo musicalmente sobre ese escenario, esa noche presencié muchas cosas de valor incalculable: la ilusión de unos jóvenes que empiezan, el encuentro de dos mundos aparentemente tan alejados (mi padre, refresco en mano, observando cada acorde de la guitarra de ese joven músico, preguntándome cosas sobre los instrumentos, aplaudiendo, comentando...) y, sobre todo, el brillo en los ojos de mi padre, su interés en lo que estaba viendo y escuchando, su inagotable ilusión. Fue un momento con alma, como tantos otros que me ha regalado a lo largo de mi vida.


Yo, por mi parte, he vivido toda mi vida con ese alma. ¿Qué sería mi vida si no hubiese vivido tantos momentos de manera tan intensa, si no hubiese sacado el jugo a tantas experiencias que me han tocado tan profundamente, que me han convertido en la persona que soy? Hubo un tiempo en el que pensé que debía renunciar a vivirlo todo tan intensamente, para no sufrir tanto, para que cada mala experiencia no me quitara un trocito de mí. Pero, en el fondo, no quería cambiar, y llegó un momento en el que me di cuenta de que no era necesario hacerlo.

El secreto, ése que se nos escapa, ése que a veces tardamos tanto en comprender, es seguir viviendo nuestra vida con intensidad, teniendo a la vez la paz mental y emocional para colocar las cosas malas en su justo lugar. Seguirán doliendo, pero esos trocitos de nosotros no desaparecerán. Al contrario, esos acontecimientos y ese dolor contribuirán a completarnos, a permitirnos seguir construyendo a la persona que llegaremos a ser. Es muy fácil decirlo y muy difícil llevarlo a cabo, pero os aseguro que es posible.

Hace un par de semanas, hice un curso intensivo de danza africana. Siempre había querido probarla, pero nunca había hecho nada parecido antes, así que no sabía muy bien qué esperar. Tras la aterradora primera clase, de la que salí sintiendo dolor en músculos que ni sabía que tenía, quedé totalmente encantada. Me encantaron los movimientos, la música, el significado, todo lo que nos explicó la profesora sobre la cultura africana... La razón por la que menciono esto aquí, es que la danza africana está totalmente centrada en atraer buena energía y en espantar a los malos espíritus. Los movimientos son un ritual para alejar fantasmas y bendecir la propia vida y la de los demás. Recuerdo que, en la última clase, con percusión en directo, sintiendo la poderosa energía de veinte personas bailando a la vez, de pronto lo comprendí: dieron igual las vueltas que le viniera dando a la cabeza sobre mil cosas de mi vida, el cansancio, las preocupaciones del día a día - todo eso daba igual, ya no había nada más en lo que pensar. La vida, simplemente, tenía sentido.


Y se me ocurre que también tiene mucho sentido aprender a vivir la vida como si fuera un continuo ritual de danza africana: llenarla de alma, colocar los malos espíritus allá donde les corresponde y seguir bailando, en la certeza de que todo - absolutamente todo - está en su justo lugar.


sábado, 30 de julio de 2011

A TRAVÉS DEL TIEMPO


Érase una vez un lugar lejano, tierra de dátiles, melodías de sitar y azafrán, donde habitaba una gran familia. Cuando la guerra y la destrucción asolaron los verdes parajes de este bello país, cada miembro de esa familia se vio obligado a marcharse lejos de allí. Cada uno partió hacia donde pudo, llevándose consigo a su propia familia - pareja, hijos - y poco más que los recuerdos de una vida que ya debían, muy a su pesar, considerar pasada.


La historia de mi familia no fue muy distinta a la de muchas otras que dejaron todo lo que tenían para dar un futuro mejor a los suyos. Cuando ocurrió esto, hace más de treinta años, mucho antes de internet, Facebook y demás milagros de comunicación del mundo moderno, la mayoría de nosotros terminamos perdiendo el contacto, lo cual nos limitó a nuestra familia nuclear y nos dejó con una extraña sensación de permanente desarraigo. Por mi parte, siempre eché de menos el tener una gran familia que llenara mis fiestas y mis fechas señaladas de ruido y risas y - ¿por qué no? - también de gritos y peleas... He tenido la gran suerte de tener una familia nuclear sólida y fuerte, que siempre ha sido el mayor pilar de mi vida, pero eso no ha evitado la nostalgia de una enorme familia en permanente crecimiento, que diera la bienvenida cada cierto tiempo a nuevas parejas y a nueva descendencia...

Quizás ninguno de nosotros se pudo haber imaginado hace treinta años que alguna vez tendríamos una oportunidad de viajar a través del tiempo y volver a encontrar a esos tíos y primos - ahora con más edad, más canas y más experiencias de vida - y sentir que nada cambió, que nada fue destruido, que nada se perdió. Sin embargo la Vida - la generosa Vida - nos ha brindado esa segunda oportunidad.

Acabo de regresar de una reunión familiar en Budapest, una ciudad bellísima, mezcla perfecta entre la añeja Lisboa, la vibrante Roma y la luminosa París.






La reunión fue organizada, a través de Facebook, por un primo de mi madre y a ella acudimos miembros de la familia de todos los puntos del planeta: España, Alemania, Suecia, Holanda, Noruega, Irán, Estados Unidos... Por mi parte, hice el viaje hasta allí sin expectativas, más que nada porque no tenía ni idea de qué esperar. Al fin y al cabo, no conocía a ninguna de estas personas, lo único que sabía de ellas eran las historias que mi madre me había contado desde pequeña. En realidad, eran unos perfectos desconocidos.

Como tantas veces ocurre cuando carecemos de grandes expectativas, éste ha sido uno de los mejores viajes que he hecho en toda mi vida. No sólo fue la organización de la reunión impecable y el marco de la ciudad maravilloso, sino que por primera vez en siete años tuve la oportunidad de volver a viajar con mi familia nuclear (mis padres y mi hermana) al completo y puedo decir con total certeza que ha sido el mejor viaje familiar que hemos hecho, lleno de risas, cercanía, buenos momentos y mucho Amor.

Y en cuanto a esa familia perdida, el reencuentro no pudo ser mejor. Pasé los primeros días observando a mi madre, deseosa de ver sus reacciones, queriendo saber cómo estaba viviendo esta experiencia tan emotiva para ella. Lo que vi fue un verdadero viaje a través del tiempo, durante el cual mi madre y sus familiares directos nos envolvieron a todos con la mágica naturalidad de sus conversaciones, sus recuerdos, su camaradería... la familia estaba allí y era como si el tiempo, en realidad, no hubiera pasado.

Creo que amé a cada uno de los asistentes a esa reunión desde el primer momento en que les vi. Lo demás vino después: las afinidades, la conversación, el deseo de seguir en contacto, de pasar más tiempo con unos o con otros. Pero el Amor estuvo allí desde el primer momento, había estado allí siempre... y se sentía en cada sonrisa, en cada palabra, en cada foto compartida, en cada uno de nosotros.

La gratitud que siento por haber tenido la oportunidad de vivir esta experiencia, tan especial en tantos sentidos, es tan grande que las palabras escritas se quedan cortas para expresarla. Mi corazón la canta, la ha estado cantando desde aquella primera comida en la cual, sentados alrededor de una larga mesa, entremezclábamos los chistes, las risas, las confidencias y los idiomas: el persa con el castellano, el alemán con el inglés... mi propia - ruidosa, emotiva y divertida - pequeña Torre de Babel.

lunes, 27 de junio de 2011

EL RETO


Ya he mencionado alguna vez lo difícil que me ha resultado siempre cantar, sobre todo en público. Durante años, he arrastrado una especie de trauma al respecto y hasta hace muy poco me sentía totalmente incapaz de cantar una canción delante de nadie. Afortunadamente, uno de los rasgos de mi carácter es la determinación (que en muchas ocasiones roza peligrosamente la cabezonería) y, hace ya casi tres años, me propuse tomar clases de canto para superar mi pequeño trauma y completar además mi formación artística.

Ni qué decir tiene que el proceso ha sido - y sigue siendo - duro. Tuve la enorme suerte de encontrar a la mejor de las profesoras, que siempre ha llevado la enseñanza mucho más allá de la transmisión de una técnica. No sólo han sido su apoyo, sus ánimos y sus consejos incondicionales (independientemente de cualquier circunstancia), sino que siempre se ha asegurado de proyectar en mí todo lo mejor de todo su arte, el cual es - dicho sea de paso - prácticamente infinito.
(Silvina Tabbush -www.myspace.com/silvinatabbush)

Con su ayuda y poquito a poco, el proceso se ha alivianado bastante, pero en ningún momento ha dejado de ser un gran reto. Y no puedo decir que he superado mi trauma: más bien, siento que debo superarlo cada día, una y otra vez, volviendo a coger las riendas y echándole todo mi valor.

Y es que cantar es difícil.
Si no fuera así, todo el mundo lo haría.

Ahora me enfrento al mayor reto de estos tres años de aprendizaje. Este fin de semana, canto en un espectáculo de cabaret producido por The Madrid Players (www.madridplayers.org). La experiencia ha hecho que me enfrente a un amplio espectro de pequeños retos, artísticos y personales, que he ido superando uno a uno... y sé que aún no he terminado. Mientras espero la llegada de este fin de semana, sumergida en casi todas las sensaciones posibles - nervios, miedo, ilusión, ganas, gratitud, determinación, pudor, euforia - me doy cuenta de que, sinceramente, jamás he estado tan aterrorizada ante la perspectiva de subirme a un escenario. No estoy acostumbrada a este temor: es una sensación que se podría considerar angustiosa, pero lo cierto es que también me demuestra que me atrevo a enfrentarme a mi reto, que aún no me he rendido ni pienso hacerlo, que no me he acomodado en lo fácil.

Recuerdo haber mantenido una conversación con mi madre hace un par de semanas, durante la cual me quejé como una niña pequeña: ¿Por qué tiene que ser todo tan complicado, mamá? ¿Por qué me da la sensación de que nada de lo que hago es fácil?

No era una pregunta retórica, pero la verdad es que siempre he sabido la respuesta: lo que hago no es fácil porque me niego a dejar de mejorar, a dejar de aprender. Tomando prestada una expresión de Benedetti, me niego a dejar de vivir adrede. Me niego rotundamente. Porque cuando pienso en los dos meses que han transcurrido desde que hice el casting para este espectáculo hasta hoy, soy perfectamente consciente de que todas las pequeñas conquistas que he ido haciendo son las que me hacen quien soy, las que constituyen mi personalidad y mi vida.

Siendo totalmente sincera, yo solía darle mucha importancia a los resultados, al hecho de conseguir logros tangibles para darle valor a mi vida. He tenido que recorrer un larguísimo camino para darme cuenta de que - como tantas veces nos repiten los sabios - lo tangible es lo de menos, es el recorrido lo que importa. Es durante ese recorrido (y no al final de un camino) cuando se materializan nuestras vidas y cuando nos convertimos en las personas que podemos ser.

Richard Yates escribió en Revolutionary Road que hay que tener fuerza para vivir la vida que uno quiere. Y es que pasar de un día a otro - sin arriesgar nada y conformándonos con el mero hecho de existir - es muy fácil.

Lo difícil es vivir.
Si no fuera así, todo el mundo lo haría.


miércoles, 15 de junio de 2011

PEQUEÑOS GESTOS DE AMOR


No creo en ninguna religión, pero creo que todas tienen al menos una cosa que nos puede resultar valiosa a todos, seamos creyentes o no. Las distintas religiones siempre me han interesado muchísimo y, siempre que puedo, intento indagar un poco más en cada una de ellas. Lamentablemente, suelo tener mucho menos tiempo del que me gustaría para hacerlo, pero ya he podido descubrir varias cosas que me han encantado y que me han resultado útiles en mi día a día. Una de mis favoritas está en la Biblia, en el libro de Eclesiastés:

3:1 Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:
3:2 un tiempo para nacer y un tiempo para morir,
un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado,
3:3 un tiempo para matar y un tiempo para curar,
un tiempo para demoler y un tiempo para edificar,
3:4 un tiempo para llorar y un tiempo para reír,
un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar,
3:5 un tiempo para arrojar piedras y un tiempo para recogerlas,
un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse,
3:6 un tiempo para buscar y un tiempo para perder,
un tiempo para guardar y un tiempo para tirar,
3:7 un tiempo para rasgar y un tiempo para coser,
un tiempo para callar y un tiempo para hablar,
3:8 un tiempo para amar y un tiempo para odiar,
un tiempo de guerra y un tiempo de paz.


Últimamente pienso mucho en estas palabras, ya que estoy intentando poner en práctica un cambio de actitud ante la vida, cultivar la paciencia, dejar de sentirme tan atrapada en la eterna inmediatez de la vida moderna e intentar no proyectar mis deseos de una manera que ha llegado a ser verdaderamente dañina para mi paz mental y espiritual.

Cuando éramos niños, no entendíamos que no podíamos tener todo lo que queríamos en el mismo instante en el que lo deseábamos. Lo queríamos todo ya. Los adultos de nuestro entorno tuvieron que echarse a la espalda la desagradable tarea de hacernos comprender que no era así (con mayor o menor éxito, dependiendo de las circunstancias). Sin embargo, ahora a nosotros nos ha tocado ser adultos en el mundo de la satisfacción inmediata. En nuestro mundo, todo va a mil por hora. Las nuevas tecnologías hacen que todo ocurra a la vez y en este preciso instante, internet ha hecho que estemos informados de lo que pasa en el mundo a tiempo real y es prácticamente imposible perderle la pista a alguien a menos que ambas partes lo deseen de verdad.

Mientras giramos y giramos, atrapados sin remedio en el remolino de este mundo loco, todo lo que aprendimos de niños se nos olvida y nos metemos de lleno en la vorágine del lo quiero todo y lo quiero ya. Y es que, en el fondo, seguimos siendo unos niños caprichosos.

Nos volvemos impacientes. Nos volvemos egoístas. Pensamos demasiado en lo que no tenemos y demasiado poco en las bendiciones de nuestras vidas. Nos olvidamos de sonreir a los desconocidos y de dar los buenos días creyéndonoslo. Cada vez hacemos menos favores sin esperar nada a cambio y somos tan cínicos que nos cuesta creer que otra persona los haga por nosotros. Somos capaces de gastarnos cientos de euros en FNAC, pero se nos olvida comprar un café caliente para el vagabundo que está sentado en la puerta. Casi siempre nos acordamos de criticar, pero a menudo se nos olvida dar las gracias. Soñamos y hablamos de un mundo mejor, pero a veces, lamentablemente, no nos lo merecemos.

Lo más curioso (y quizás también lo más esperanzador) es que casi siempre actuamos de esta forma sin darnos cuenta, sin ánimo de ser crueles o desconsiderados. Simplemente, estamos demasiado preocupados por el futuro, agobiados por el presente o tristes por el pasado, como para acordarnos de cosas tan nimias como mirar a la cara a la cajera del supermercado y desearle un buen día.

Sin embargo, sé por experiencia que, a veces, son estos pequeños gestos del día a día los que tienen repercusión, los que son capaces de crear un cambio, por muy pequeño que sea. Y sé que todos esos pequeños cambios, uno tras otro, son capaces de crear un efecto mucho más grande a largo plazo: sólo necesitamos un poco de paciencia y mucha perseverancia.

Hace un par de semanas, cuando saqué la ropa de verano, hice limpieza en mi armario y llené nada menos que cuatro bolsas grandes de basura con ropa que ya no me ponía. Decidí donarla a Humana (www.humana-spain.org), pero resulta que no tienen ninguna tienda cerca de mi casa. Como las bolsas pesaban muchísimo y no tengo coche, tuve que coger un taxi. El taxista me preguntó por las bolsas y le conté a dónde iba y para qué. Comenzamos a charlar para matar el tiempo en el atasco de las 6 de la tarde de la calle Alcalá. Unos diez minutos después, el taxista me dijo de pronto: ¿Sabes lo que te digo? Tú vas a donar esta ropa y encima estás pagando un taxi para hacerlo... vamos a hacer la donación entre los dos y te paro el taxímetro. ¿Te parece? Me llevó unos segundos reaccionar ante su amabilidad, pero cuando lo hice se lo agradecí sinceramente y con todo mi entusiasmo. Y es que, en los tiempo que corren (sobre todo para gremios como el de los taxistas) lo que hizo fue uno de esos pequeños milagros que salen del corazón humano cuando menos los esperamos.

No hacen falta grandes cosas para tener una vida mejor, ni para hacer mejor la de los demás. Hay gente que dedica su vida entera a cultivar su espiritualidad o a ayudar a los demás (o a ambas cosas). Pero si no tienes tiempo, dinero o energía para este tipo de cosas, piensa que puedes poner tu granito de arena de mil maneras distintas.

Saluda con ganas. Dile a una amiga que hoy está muy guapa. Ayuda en lo que puedas y cuando puedas. Diles a tus padres que les quieres. Sonríe al coger el teléfono. Abraza. Besa. Empatiza. Tolera. Comprende.

Todos los fundamentos de Reiki comienzan con Sólo por hoy... Con ello, nos lanzan el mensaje de que no hace falta hacer grandes planes para ser mejor: simplemente, trabaja en tu hoy. Con pequeños gestos de Amor, todo puede ser diferente.

Soy una persona utopista... a veces en demasía. Pero no creo estar siéndolo con esto. Creo sinceramente que cada vez que cogemos una mano, cada vez que escuchamos, cada vez que hacemos un regalo espontáneo, sea del tipo que sea, estamos contribuyendo a ese mundo mejor con el que tanto soñamos.

Es totalmente cierto que cada cosa tiene su momento. Si dejamos de vivir con tanta prisa por llegar (¿a dónde?), nos resultará mucho más fácil identificar cada uno de esos momentos y dejar de intentar hacerlo todo a la vez o angustiarnos por lo que estamos viviendo. Y siempre es bueno recordar que, independientemente de lo que estemos viviendo, todo momento es bueno para esos pequeños gestos que crean el regalo de nuestro presente.

martes, 24 de mayo de 2011

NO QUIERO SER ZEN


Hace un par de semanas, tuve un maravilloso (y muy esperado) reencuentro con el Reiki. Hacía más de un año que había completado el curso y la iniciación al Nivel II. Sin embargo, el día a día, todas las actividades que me mantenían ocupada y cierta reticencia a explorar algunas zonas misteriosas de mi propia alma, habían hecho que lo practicara poco durante todos estos meses.

Realicé un esfuerzo consciente por retomarlo, ya que en ningún momento he olvidado lo beneficiosa que ha sido esta práctica para mí y siempre he sabido que la quiero mantener en mi vida. Y efectivamente, tras repetir el Nivel II hace un par de semanas, me he encargado de mantener una práctica regular y lo estoy notando muchísimo.

Siempre me han parecido curiosas las reacciones y la relación de la gente con las prácticas espirituales. Como en todos los aspectos de la vida, hay un poco de todo: la gente que las rechaza sin pensárselo ni un momento, la gente que mantiene una práctica regular, la gente que sólo practica de vez en cuando... y la gente que va de espiritual sin serlo.

Puesto que siempre me han interesado estas prácticas, me he encontrado con todo tipo de personas. Hay muchísimas genuinas y realmente comprometidas con su ideología espiritual: yo he tenido la suerte de poder conocerlas y aprender de ellas. También hay muchas personas farsantes que utilizan estas prácticas de la peor manera posible, para engañar a otros y conseguir dinero u otros beneficios personales, muy alejados de los valores espirituales que predican. E incluso hay ciertas personas que piensan que ser espiritual es una manera de vestir, de comer o de hablar.

Lo que yo he aprendido en los últimos años, es que la espiritualidad no es siempre lo que parece. Desde luego, no tiene nada que ver con una manera de vestir ni de comer. Pero tampoco tiene que ver necesariamente con estar tranquilo todo el tiempo, no inmutarse con casi nada y ser lo que denominaríamos Zen. Ciertamente, la palabra Zen tiene su origen en el Sánscrito Dhyāna, que significa estado meditativo. Mi problema fue que, durante mucho tiempo, engañada por la cultura popular y por mis propias convicciones erróneas, intenté llegar a ese estado meditativo de manera permanente, intenté fluir por la vida como si nada fuera conmigo. Ni qué decir tiene que fue una tarea imposible para una persona como yo, cuyos sentimientos y reacciones salen disparados a borbotones en los momentos menos esperados. Mis sentimientos se desbordan, me vencen y no puedo evitar rendirme a ellos y admitir que eso es lo que hay y que no lo puedo evitar. Finalmente, tras mucho aprendizaje y mucho viaje interior, me di cuenta, lo acepté, me planté y lo dije: "¡No quiero ser Zen!"

El quid de la cuestión era, por supuesto, que estaba malentendiendo el concepto. O más bien, me estaba malentendiendo a mí misma en relación al concepto. La verdad es que algunas de las personas más espirituales que he conocido - aun siendo tremendamente equilibradas - tienen un amplio espectro de reacciones buenas y malas, de sentimientos positivos y negativos, aman la vida pero también se indignan, se enfadan, se ponen nerviosas y hay cosas que realmente les desagradan. Tardé en darme cuenta de que puedo buscar un equilibrio sin necesidad de buscar un estado permanentemente inalterable.

Pienso que la práctica espiritual no tiene por qué estar reñida con la vida terrenal. Estamos en un plano físico, vivimos en un cuerpo con una piel que siente, con unos ojos que ven, con un corazón que se acelera cuando sentimos deseo, que nos duele cuando sufrimos una pérdida y que canta cuando recibimos una alegría. Éste es el regalo que se nos ha concedido, es el verdadero milagro: estamos vivos.

Por lo tanto, que me dejen en paz los predicadores de la ropa Zen, porque no quiero nada con ellos. Y a aquellas personas que han llegado a ese estado permanente de quietud, las respeto totalmente y espero que esta práctica funcione a la perfección para sus vidas... pero no es para mí. Hace tiempo que lo he entendido.

Mi espiritualidad consiste en celebrar mi estado físico y en disfrutar de mi capacidad para sentir y aprender, tanto en cuerpo como en alma. Consiste en trabajar día a día para mantener mi optimismo y mi alegría. Y consiste en ejercitar la gratitud, una y otra vez, todos y cada uno de los días de mi vida.

sábado, 30 de abril de 2011

EL PESO DEL FIRMAMENTO


Me he hecho unas fotos vestida de pin-up. Hacía tiempo que me apetecía, el concepto de pin-up siempre me ha fascinado; me parece sexy, estético, y divertido. La chica pin-up es pícara, traviesa y no se toma a sí misma demasiado en serio y creo que ésta es una gran parte de su atractivo, al menos para mí.


En general, soy una persona optimista, tengo sentido del humor e intento vivir la vida al máximo. La pin-up que hay en mí se parte de la risa con casi todo y le encanta pasárselo bien. La diferencia entre esas chicas que obsesionaron a Gil Elvgren durante décadas y yo, es que ellas viven plasmadas en esas ilustraciones llenas de color, mientras que yo soy una chica real que vive en un mundo real. Como consecuencia, no soy todo color y alegría. Tengo un lado oscuro - muy oscuro - que a veces sale cuando menos lo espero y me vapulea hasta que me deja hecha puré.

A veces odio y temo mi lado oscuro, lo que yo llamo mi Sombra. Vivimos en una sociedad que nos vende la alegría continua, pase lo que pase. Tenemos que ser felices, tenemos que pasarlo bien, tenemos que reírnos. La sociedad no acepta la tristeza y el mal humor. Como dijo Ella Wheeler Wilcox, ríe y el mundo reirá contigo, llora y llorarás solo. Todos tenemos muchos amigos cuando estamos bien... la pregunta es: ¿cuántos de ellos quedan cuando estamos mal? La respuesta es que se pueden contar con los dedos de una mano (y sobran). Como consecuencia de todo esto, solemos rechazar nuestro lado oscuro, lo evitamos, no queremos ni aceptar que existe.

Una de las ocasiones en las que mi Sombra aparece es cuando me pongo enferma. Afortunadamente, soy una persona fuerte y sana y no suelo enfermar. El caso es que siempre he tenido la fantasía de que, si algún día tuviera una enfermedad grave, lo llevaría con entereza y buen humor, como esos personajes tan valientes que veo en las películas. Pero hace poco me di cuenta de que ésta es otra de tantas fantasías que sólo viven en mi cabeza: mi terapeuta insiste en que tengo que empezar a vivir más en el mundo real, olvidarme de tanta fantasía y caerme del guindo de una vez. Estoy en ello, pero me parece que aún me queda mucho camino por recorrer.

La semana pasada cogí uno de esos virus pseudo-gripales, nada graves pero tremendamente molestos, y me pasé toda la Semana Santa en la cama con fiebre y un dolor de cabeza incesante. Me encantaría decir que lo llevé fenomenal, pero lo cierto es que soy una enferma terrible - soy quejica, paranoica e hipocondriaca. Me pasé toda la semana gimiendo de dolor, preocupándome por todas las cosas que no estaba haciendo y planteándome si lo que tenía no era algo gravísimo que iba a acabar matándome. En fin, Dios me libre de tener alguna vez una enfermedad grave.

A lo que iba con todo esto es que, cuando estoy incubando algún virus - y durante el periodo de enfermedad posterior - mi Sombra sale con toda su fuerza y no me deja en paz. Lo veo todo negrísimo, me deprimo y no hay quien me saque de mi pesimismo. Entonces sale mi otro lado, esa persona que no solamente piensa que el mundo es un lugar terrible, sino que en el fondo también piensa que lo tiene que arreglar ella, enterito y sin ayuda de nadie. Lo llamo mi lado Atlas, por el mito griego del titán condenado por Zeus a llevar sobre sus hombros el peso del firmamento para siempre. Afortunadamente, cuando se me pasa la enfermedad, vuelvo a ver la luz y el mundo vuelve a brillar.


Muchas veces desearía que mi Sombra desapareciera para siempre, para poder ser siempre como una de esas maravillosas chicas pin-up de Elvgren. Pero, aunque aún me queda mucho por aprender, ya tengo parte del camino recorrido y me doy cuenta de que hay una razón por la cual esas chicas sólo existen en ilustraciones. Son una utopía, como tantas otras. No son reales. Su existencia es insostenible porque, si la Sombra no fuera una realidad, la Luz tampoco podría serlo.

Durante mi sesión de pin-up, el fotógrafo me dijo: "¿Sabes lo que creo, Parisa? Creo que tú no eres una chica pin-up; más bien, diría que eres una chica burlesque." Creo que tenía razón. Y es que el burlesque está lleno de alegría y de vida, pero también tiene su lado oscuro. Ese mismo lado oscuro que me deja hecha polvo de vez en cuando, pero que es parte de mi realidad.


Como soy una persona de extremos, mi trabajo personal siempre está dirigido a encontrar un equilibrio. Intento aprender que ni soy Atlas, ni soy una chica pin-up. Porque el mundo no es una ilustración de colores, pero tampoco es un trágico mito griego. Sí me atrevería, sin embargo, a decir que es algo parecido a un espectáculo de burlesque: a veces alegre, a veces oscuro e incómodo, pero siempre real y siempre vivo.


Fotos de Luis F. Lorenzo - www.fotospn.com

viernes, 8 de abril de 2011

EL MALO DE LA PELI


Estoy trabajando en una obra de teatro musical llamada The Fantasticks. Es la primera vez que se hace en España, puesto que nunca ha llegado a traducirse al castellano. La primera representación de la obra original fue en Mayo de 1960 y este musical ha sido el más duradero de la historia en el Off-Broadway neoyorquino.

www.thefantasticks.com

Cuando hice el casting para este proyecto aún no conocía la obra, pero durante el proceso de ensayos me fui enamorando de esta dulce alegoría de la vida y de lo brillante que es su mensaje, aun dentro de su sencillez. Esto, unido al hecho de que siempre he sido una fanática de los musicales y de que he tenido la suerte de trabajar con unos compañeros maravillosos, han hecho de esta experiencia algo realmente especial.

Como tantas veces me ha ocurrido con el teatro, lo que estoy aprendiendo va mucho más allá de mi trabajo sobre el escenario. Como siempre, la experiencia teatral me está ofreciendo miles de capas de aprendizaje y evolución personal que estoy descubriendo una a una. Algunas son capas bonitas y agradables, otras no lo son tanto... pero con cada una de ellas, algo importante está cambiando en mí.

Mi personaje en la obra es ambiguo y dicotómico. En principio, es una farandulera venida a menos que no se resigna al hecho de que sus días de gloria pasaron hace mucho tiempo... pero, dentro del loco mundo del musical, evoluciona por vías totalmente inesperadas, abstractas y bastante surrealistas. Me encanta este personaje porque, en un momento de mi vida en el que necesitaba recuperar la ilusión por mi oficio, me ha dado la mayor de las libertades para enloquecer, para jugar, para reírme a carcajadas y dejarme volar.

Pero también me encanta porque, en un momento específico de la obra, saca una personalidad malvada que hasta entonces no se aprecia. Los personajes malvados son caramelos para el actor; creo que nunca encontraréis a un actor a quien no le encante hacer de malo. En este caso, yo tengo la oportunidad de saborear ese caramelo, de ser por un ratito la mala de la peli... y pocas veces he disfrutado tanto con mi trabajo.

El caso es que una de las muchas cosas que he aprendido en el proceso de este proyecto es que las cosas no suelen ser lo que parecen. Nunca sabemos realmente lo que ocurre tras las puertas cerradas de un hogar o en la vida privada de otra persona. A veces lo que nos resulta molesto acaba trayendo una bendición inesperada. A veces la gente que nos hace daño nos está empujando, incoscientemente, a avanzar y a mejorar. Y a veces, el hecho de que viejas sombras del pasado vuelvan a nuestras vidas acaba arrojando luz donde sólo había negra - negrísima - oscuridad. De la misma manera en la que en cada película, libro u obra de teatro hay un malo que crea el llamado nudo argumental y hace que los personajes sufran y aprendan a palos de sus propios errores hasta llegar al desenlace, en la vida real estos personajes también existen y están allí por algo.

Pero al igual que mi personaje en The Fantasticks, la vida no es blanca o negra. Ninguna persona es mala (o buena) siempre, todos tenemos matices y miles de capas y nuestros sentimientos, pensamientos y relaciones nos hacen elegir vías distintas en cada momento de nuestras vidas. Si nos paramos a pensarlo con detenimiento, todos somos, o hemos sido en algún momento, el malo de la peli de alguien. Es inevitable. Nuestra condición humana lo hace inevitable. Hacemos daño, lo queramos o no, y podéis estar seguros de que en algún lugar del mundo, en algún momento de la vida, alguien os ha etiquetado como el malo de su historia.

Supongo que lo realmente importante es entender que, haga lo que haga el malo, seguimos teniendo parte de control sobre lo que nos pasa y que de nosotros depende si nos hacemos pequeños hasta desaparecer de la historia o si, por el contrario, aprovechamos el nudo argumental para aprender, dar un paso hacia delante y seguir buscando - siempre - nuestro final feliz.

The Fantasticks sigue en cartel este fin de semana:
Sábado 9 de Abril a las 21:00
Domingo 10 de Abril a las 20:00
Teatro La Madrilera, Calle Don Felipe, 9 Madrid


www.lamadrilera.com



miércoles, 23 de marzo de 2011

UN ATISBO DE ETERNIDAD


Siempre que fallece un actor, un cantante, o cualquier otro artista al que admiro, se me coloca un nudo enorme en la garganta, el día se me vuelve algo más gris e, inevitablemente, suelto un par de lágrimas. Creo que es porque pienso en todas las maravillas que aún podrían llegar a hacer si siguieran con vida, las cuales ahora quedarán irremediablemente relegadas a ese lugar sin tiempo ni espacio, ese país de "nunca jamás" del arte que existe en mis peores pesadillas.

Hoy ha sido Elizabeth Taylor quien ha dejado este mundo y, por alguna razón que no llego a comprender del todo, su muerte me ha afectado más que la de la mayoría de sus predecesores. Quizás es por su calidad de mito atemporal que ya sedujo a la generación de mis padres antes de hacer lo mismo con la mía. Quizás es porque he tenido la suerte de que algunas personas - demasiado amables y algo fantasiosas - me hayan comparado físicamente con ella en varias ocasiones. Una comparación que no merezco, pero que evidentemente me halaga muchísimo.

O quién sabe, quizás es porque su Gata Sobre el Tejado de Zinc Caliente fue uno de mis referentes cuando estudiaba interpretación. Nunca olvidaré ese trabajo de fin de curso que me permitió ser Maggie por un día, amar a mi Brick con desesperación, subirme una media de liga delante de sus ojos como si le estuviera acariciando y gritarle como si me estuviera rompiendo por dentro. Era mi propia Maggie, distinta a la de Taylor. Vestía ropa interior negra en lugar de blanca y estaba llena de todo el miedo, la imperfección y la desmesurada ilusión de quien está empezando y aún lo tiene todo por aprender. Pero, durante el proceso de creación de ese personaje, vi la película cincuenta veces y cincuenta veces me quedé sin respiración. Cincuenta veces deseé tocar algún día ese estado de gracia en mi trabajo interpretativo. Fue imposible interpretar esa escena de La Gata sin tener a Elizabeth Taylor en la cabeza. Y es que un mito nunca muere.

Hoy he vuelto a acordarme de ese día de fin de curso. Lo recuerdo todo con claridad: los nervios, la expectación, la autoexigencia, las ganas (de salir a escena, de ser mejor, de brillar, de esconderme, de morir de frustración, de vivir para siempre). Lo recuerdo todo como si hubiese ocurrido ayer, pero ocurrió hace casi siete años y, desde entonces hasta ahora, ha llovido mucho.

Entre otras cosas, en este tiempo he llegado a la conclusión de que ese estado de gracia al que pretendía llegar es un oasis, una especie de quimera, una meta que se aleja más y más cuanto más perseguida se siente. El artista no puede perseguir el estado de gracia, porque no le pertenece. El artista sólo puede trabajar duro y abrir su alma a Eso, a eso tan inmenso que es más grande que él, pero de lo que también es parte. Llámalo Dios, Universo, Vida... llámalo como quieras, pero está ahí. Todos lo sabemos porque todos hemos sido testigos de ello en alguna ocasión. Y si el artista tiene la suerte de que esa Luz pase a través de él, durante un solo segundo, durante un ínfimo momento dentro de la eternidad, es un verdadero afortunado.

Elizabeth Gilbert, autora de Comer, Rezar, Amar, dio una charla hace un par de años, mientras escribía la secuela de su libro. Comentaba que las antiguas tribus del Norte de África solían tener reuniones nocturnas en las que se llevaban a cabo bellísimos rituales de danza. Los bailarines eran excepcionales y siempre ofrecían un espectáculo increíble. Pero había veces - muy pocas veces - en las cuales uno de esos bailarines parecía de pronto iluminarse por dentro, en las cuales parecía haber sido tocado por algo más allá de todo entendimiento humano y entraba de pronto en ese casi inalcanzable estado de gracia. Cuando esto ocurría, los miembros de la tribu tocaban palmas y emitían un cántico: "¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!"... es decir, "¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!". Lo que querían decir es que eso que estaba ocurriendo delante de sus ojos...eso, era Dios.

Por cierto, el dato curioso de esta historia es que ese cántico fue traído a España por los invasores árabes y, con el tiempo, se convirtió en "¡Olé! ¡Olé! ¡Olé!". Os suena, ¿verdad?

Claro que siempre existe la otra cara de la moneda: todos esos momentos de duro trabajo que parecen "no llevar a ninguna parte", todo el esfuerzo, la frustración, la siempre acechadora sensación de fracaso. La otra cara de la moneda, según Gilbert, es "el día siguiente" de ese bailarín, cuando se levanta y se da cuenta de que ya no es una manifestación de Dios, sino un ser humano con rodillas permanentemente lesionadas y el cuerpo entero machacado y que, muy probablemente, jamás volverá a tocar ese estado de gracia. Y entonces, ¿qué significado tiene el resto de su vida?

Lo que explica Gilbert en su charla, y lo que yo he aprendido en los siete años que separan ese trabajo de fin de curso de mi yo actual, es que lo único que puede hacer ese bailarín es dar las gracias fervientemente por haber podido experimentar ese ínfimo atisbo de Eternidad y seguir trabajando, sabiendo, sin la más mínima duda, que el hecho de dedicarse a su arte es la máxima expresión humana del Amor.

Así que supongo que por eso me emociono cada vez que muere un artista de verdad. Porque, en mi opinión, todo el que se dedica a su oficio porque le apasiona y da todo de sí mismo en cada trabajo que realiza, es una manifestación de Dios.
Y por ello, cuando deja este mundo, desaparece una pequeña parte de cada uno de nosotros.


Para ver la charla de Elizabeth Gilbert: http://www.youtube.com/watch?v=t7f8X766Dss