lunes, 27 de septiembre de 2010

EL CAMINO DE BALDOSAS AMARILLAS


Cuando era adolescente, me solían decir que parecía mucho mayor de lo que realmente era. Con el tiempo, mi aspecto físico y mi edad se han ido equilibrando y ahora no me suelen echar más años; sin embargo, sí que siguen diciéndome que en una primera impresión parezco muy seria y algo intimidante. Nunca he comprendido del todo la razón por la cual la gente se lleva esta errónea impresión de mí, pero lo cierto es que no hay nada más lejos de la verdad.

La realidad es que me río hasta de mi propia sombra y, en el fondo, tengo alma de niña pequeña. Me entra la risa cuando hablo de mis propias neurosis, disfruto como una enana con las pelis de Disney, cada vez que paso por el puestecito de golosinas de la calle Goya me compro algodón dulce y lo devoro en dos minutos, me sirve cualquier excusa para disfrazarme, no puedo pasar por delante del Imaginarium sin entrar y el lápiz que utilizo en el trabajo tiene una goma de borrar en forma de un enorme corazón de colores.

Como siempre he sido una persona de extremos, solía pensar que una adulta de treinta años no podía o no debía ser niña a la vez, y viceversa. Recuerdo haber estado sentada en reuniones de trabajo importantísimas en el extranjero y pensar: "¿Pero en qué estarían pensando mandándome a mí aquí? ¡Si aún soy una niña!" Y lo cierto es que he sido así en todos los aspectos de mi vida: todo ha sido blanco o negro, todo o nada... en mi trabajo, en mis relaciones y en todo lo demás.

Afortunadamente, el ser humano tiene la capacidad de pensar, de recapacitar y de cambiar. Poco a poco, me he ido dando cuenta de algo aparentemente muy obvio: que la vida no es blanca o negra, que me puedo permitir las combinaciones de colores y que los extremos, aunque pueden ser muy dramáticos y emocionantes, no suelen llevar a ninguna parte. Hay muchísimo más interés y emoción en los matices - lo que pasa es que hay que tener un ojo algo más experimentado y mucha paciencia para descubrirlo.

Creo que alguna vez he comentado que, cada vez que me voy de viaje, me agobia mucho volver a Madrid, que la ciudad se me hace pequeña y sofocante. Durante mucho tiempo, he dedicado tantas horas y energía a mis viajes (a planearlos, a hacerlos, a recordarlos) que el tema se ha convertido casi en una especie de obsesión. Hasta hace poco, lo único que quería era viajar, irme lejos, ver todos los mundos que hay en nuestro mundo, explorarlos, conocerlos, saber, saber, saber... Como una Dorothy sin su Toto, salía en cada viaje en busca de mis sueños, en busca de mí misma. En mi cabeza, iba hilando un viaje con otro, construyendo mi propio camino de baldosas amarillas, que me llevaría a ese sitio al otro lado del arco iris que tanto buscaba.

Y el camino de baldosas amarillas me ha llevado a sitios maravillosos, dentro y fuera de mí misma. Sin embargo, en el último viaje que he hecho, las circunstancias me han enseñado que, como en todo lo demás, en esto tampoco sirven los extremos. En esta ocasión, he vuelto a recordar lo maravilloso que es viajar, pero también me he dado cuenta de que hay otras cosas igual de placenteras e igual de importantes. He recordado todo lo que me ofrecen mi casa, mi ciudad y la gente que me rodea y he aprendido a dar a mis viajes la importancia justa: mucha, pero no total. Por primera vez en mucho tiempo, he vuelto a Madrid con ganas reales de volver a Madrid... y Madrid, como la hermosa y elegante señora que es, me ha recibido con los brazos abiertos.

He recorrido muchos caminos - en vibrantes calles neoyorquinas, en campos de arroz en Vietnam, en paradisíacas playas griegas - y aún me quedan muchos por recorrer. Pero, en esta ocasión, desde las rocosas montañas de Colorado y las serpenteantes calles de San Francisco, aprendí cómo volver a casa.

Así que me calcé mis zapatos rojos y dejé que ellos hicieran su magia.
No hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar...



miércoles, 8 de septiembre de 2010

MI SON


Cuando éramos niños, el mundo nos parecía un cúmulo de posibilidades infinitas, todas a nuestra disposición, alcanzables por el simple hecho de desearlas y perseguirlas.

A medida que fuimos creciendo, nos dimos cuenta de que las posiblidades no son infinitas, por el simple hecho de que elegir una opción invariablemente implica desechar otra. Ésta es una de las muchas razones por las cuales de niños vivíamos prácticamente sin miedo y de adultos vivimos permanentemente aterrados por algo. El niño quiere algo y va a por ello. El adulto se lo piensa, avanza y retrocede mil veces, porque esto va en serio, porque la vida no es un juego y si me equivoco y elijo la opción menos adecuada, es posible que no tenga vuelta atrás. Es una peligrosa manera de vivir, porque una vez que tomamos una decisión y la llevamos a cabo, nos parece que hemos decidido nuestro destino para siempre. Entonces, si esa decisión no sale bien o la terminamos desechando, ¿qué nos queda? ¿Remordimientos? ¿Ansiedad? ¿Sensación de fracaso, de andar sin rumbo fijo?

Replantearse la vida de uno es duro. Admitir que quizás te equivocaste, que pasaste media vida haciendo algo que ahora tal vez ya no amas, o que ya no te importa tanto, o que ahora te hace daño... O admitir que, aunque estudiaste con ganas para cumplir tu objetivo, en el tiempo que tardaste en alcanzarlo el objetivo se diluyó para siempre... O admitir que esa relación ya no funciona, o que tal vez lo que no funciona es tu concepto del amor.

Yo siempre he sido una persona con los objetivos muy claros y siempre he luchado por conseguirlos. Siempre he conocido el son al que bailo, lo he tenido claro en mi cabeza y he sabido buscarlo cuando se perdía. Pero un buen día, las circunstancias y mis propias decisiones me forzaron a replanteármelo todo y el disco se paró de repente. Ya no había música. Y entonces, ¿qué? ¿Dónde estaba mi son? ¿Cómo iba a bailar ahora? No encontré la respuesta, así que me paré. Me quedé paralizada en medio de la pista de baile, haciendo pequeños intentos para recuperar la música pero sin fuerzas para salir corriendo a buscarla en otro sitio... entre otras cosas, porque no sabía muy bien lo que estaba buscando.

Estaba aterrada. Estaba triste. Estaba desesperada. Mil canciones lejanas me llamaban como cantos de sirena y yo no me decidía por ninguna... ¿y si me equivocaba? ¿Y si el son original era el correcto y lo estaba dejando marchar? ¿Y si no me gustaba el son que elegía para sustituirlo? ¿Y si me pasaba la vida buscando y no encontraba mi ritmo?

Finalmente, agotada, confusa e incapaz de pensar más, decidí dejar de buscar durante un segundo y quedarme quieta, sólo para ver qué pasaba. Poco a poco, las melodías que llegaban de la lejanía se volvieron más claras, más precisas y más cercanas. Y yo dejé que me envolvieran una por una, no porque me quisiera quedar con todas, sino porque, mientras escuchaba la música y mi cuerpo comenzaba a moverse lentamente de nuevo, me acordé de algo: en el baile no hay línea de meta - en el baile sólo hay baile.

Y entonces, ¿por qué tengo que saber en todo momento el son específico al que bailo? ¿Y si me permito, tranquilamente y sin presiones, moverme al son de varias melodías a la vez durante un tiempo? Puede que no todos mis movimientos sean coherentes, bonitos o llenos de sentido... pero no cabe duda de que los habré vivido y disfrutado.

Dicen que los niños están en posesión de la verdad... yo estoy completamente de acuerdo. Quizás no nos equivocábamos de pequeños cuando veíamos tantas posibilidades para nuestras vidas. De hecho, una de las razones por las cuales me gusta tanto viajar es la infinidad de posibilidades que me brinda. También es una de las razones por las cuales me he dedicado al teatro durante toda mi vida: cuando actúo, puedo ser mil personas en una, vivir mil vidas en una... y esto, paradójicamente, es lo que me hace ser más yo, lo que me ha ido convirtiendo en la persona que soy hoy en día.

Del mismo modo, todas las melodías que ahora me envuelven irán convirtiéndome a partir de ahora en la(s) persona(s) que seré el resto de mi vida... Aún me siento perdida y algo triste, pero sé que no será así siempre. Y seguiré teniendo miedo de escoger, pero escogeré. Y si la melodía elegida termina, volveré a escoger.

Y así me moveré al ritmo de este son infinito, bailando, riendo, cayendo, levantándome y volviendo a empezar, hasta donde mi cuerpo y mi alma aguanten.